(Foto propia: Manifestación Foro Social Mundial. Córdoba enero 2008)
Cuando se habla de participar en una asociación o en un grupo de discusión, cuando se habla de aportar para mejorar el mundo y se ve a esas grandes personas ejemplo de solidaridad, dedicación y sacrificio, pensamos que eso no está hecho para nosotros o nosotras. Que no servimos para eso o que simplemente lo que podemos aportar no va a cambiar en nada la situación del mundo. Llegar al alto nivel de sacrificio de estas personas es algo muy loable y admirable, pero pocas personas están preparadas para alcanzar ese objetivo. No todos servimos para eso. Cambiar el mundo se hace muy cuesta arriba si no imposible. Pero el no alcanzar el Everest no significa que no podamos alcanzar esa pequeña montaña que vemos todos los días desde la ventana. La arena del mar no deja de estar formada por pequeños granitos de mineral que sumados uno a uno conforman grandes playas paradisíacas. El océano inmenso no deja de estar formado por pequeñas gotas de agua que unidas le dan ese color azul tan intenso.
Esta reflexión está dirigida a todas aquellas personas que piensan que su pequeño esfuerzo no es suficiente y que por tanto resulta estéril emplearlo para una causa que pudiera parecer inalcanzable.
Cuando uno (o una) piensa en participar en una asociación o en un grupo de discusión lo hace por regla general con la intención de aportar su pequeño granito de arena a cualquiera que sea la causa a defender. Tenemos un pequeño superávit de tiempo libre para emplear y una gran energía nueva y fresca con ganas de participar en algo que nos haga sentir plenos y útiles. Uno se imagina que con su aportación se puede salvar el mundo del caos, de la destrucción, de la injusticia, del desasosiego, de la abulia… Del desastre, en general. Ofrecemos nuestro servicio a aquellos que supuestamente, pensamos, están más preparados que nosotros para utilizar ese enorme capital que ponemos a su disposición.
Pero también ocurre que al ofrecer ese capital pretendemos obtener grandes beneficios en una especie de capitalismo de la moralidad voluntariosa. Queremos invertir lo poco que tenemos para generar grandes riquezas propias y colectivas en forma de satisfacción personal y bienestar para quienes nos rodean o son destinatarios finales de este nuestro pequeño capital. Los inicios son gozosos y de grandes ilusiones. Acudimos a las reuniones, asambleas, actos, actividades, acciones con el espíritu lleno de ilusiones por mejorar el mundo entero. Pero cuando cruzamos la puerta que nos lleva al inmenso mundo del voluntariado nos encontramos casi enseguida con que no bastan unas pequeñas migajas que nos sobran para dar de comer a todos los hambrientos del mundo. No, no bastan. Aquéllos y aquéllas en quienes confiamos el depósito de lo que creemos un gran esfuerzo por nuestra parte comienzan a exigirnos más de lo que en un principio queríamos aportar. La escasez de recursos hace que éstos confíen en que vamos a poder aportar más de lo que ya damos en un principio. Nos exigen compromisos que no caben en nuestra pequeña cajita reservada para estos menesteres. Si no cumplimos con sus expectativas no es que nos miren mal (no tienen derecho a eso) pero sí que nos hacen ver que en cierto modo hemos defraudado sus previsiones. Y si no son ellos o ellas quienes nos lo hacen ver, nosotros y nosotras mismas ya lo hacemos por ellos. Tras el primer trago de agua salada viene la convalecencia y el pensar que tal vez no hayamos acertado con el lugar, el fin ni en quién hemos confiado nuestro pequeño depósito de esperanza. Por supuesto, no estamos obligados u obligadas a dar más de lo que ya damos. Tenemos nuestras vidas propias, nuestras propias necesidades y las de quienes nos rodean. No podemos aportar más sin que ya se resienta nuestra vida cotidiana ni nuestra paz interior. No nos vengan a desbarajustar nuestra vida, que ya suficientemente complicada es por sí misma. ¡Faltaría más!
Entonces, ¿qué podemos hacer? Muchos se retirarán en la primera embestida de realidad. Saldrán escaldados y descartarán más adelante ofrecer su superávit a la causa. Tal vez una aportación en fechas navideñas, alguna postal de UNICEF o de alguna asociación necesitada. Tal vez unas monedas al chaval que nos limpia el parabrisas en el semáforo o la muchacha con crío en ristre que se nos cruza en la calle pidiendo para pan. Con eso ya se calma la desazón. Otros probarán otros derroteros que les permitan de verdad emplear su pequeña energía sobrante en algo en lo que vean resultado inmediato (¿Por qué tenemos tanta propensión a necesitar un resultado inmediato?). Puede que encuentre su destino o tal vez no. Otros, sin embargo, se darán cuenta de que el trabajo por un mundo mejor no se realiza con restos de lo que nos sobra sino que debe hacerse con el sacrificio de las cosas que tanto deseamos y queremos; con quitarnos pan de la boca para dárselo a otros; con restar tiempo precioso de nuestra vida para dedicarlo a quienes no tienen una propia. Ninguna opción es mala de por sí. Tal vez pueda llegar a ser insuficiente, pero ninguna mala. Los buenos deseos de ayudar son la semilla. Sólo hay que encontrar un suelo adecuado para esa semilla.
Así pues, llegados a la conclusión de que el Himalaya debe dejarse a gente experta y aventurera, ¿puedo yo escalar esa montaña que se ve desde mi ventana? Cambiar el mundo es una quimera utópica imposible de conseguir ni de alcanzar… si se pretende obtener un resultado inmediato. Todo es cuestión de hacer el trabajo de una hormiga, haciendo una aportación grano a grano a la despensa del hormiguero. Es el trabajo del agua del río, que con el paso de los años y de los siglos consigue modificar las formas del paisaje. No pretendamos un cambio radical y espectacular del mundo ni pretendamos recoger frutos mañana mismo. Pero la hormiga que ha traído su semilla al hormiguero puede regodearse de orgullo al ver como ésta entra a formar parte del gran almacén. Podría pararse durante unos segundos y pensar “gracias a mí este invierno podremos comer un día más”. Y junto con sus compañeras conseguirán que toda la comunidad pase el frío de la forma más cómoda posible.
Pero dejémonos de fábulas e imágenes figurativas. Vamos al grano: ¿Qué puedo hacer yo para mejorar el mundo? ¿Puedo yo con mi escaso poder, con mi capacidad limitada y humana hacer posible un mundo mejor? Rotundamente sí, un mundo mejor es posible, a pesar de nuestras limitaciones. Pero para hacerlo posible se debe partir de que el mundo está formado por seres vivos y entre esos seres vivos estamos nosotros y nosotras: las personas. Y lo queramos o no, las personas somos las que dirigimos los destinos del mundo. Así pues, para mejorar la existencia del mundo hay que mejorar la existencia de las todas las personas (ya sean del primer, del tercer o del cuarto mundo).
Las acciones para mejorar el mundo son como un virus que puede llegar a ser contagioso sin que nos demos la menor cuenta. Lo primero es un cambio de actitud en uno mismo o una misma. Ser positivos ya nos lleva hacia su mejora. Ser amables y tener la mente abierta también. Solo mejorando nuestra propia existencia (mental y anímica, no solo material) podremos mejorar la existencia de las personas que nos rodean, sean seres queridos, amigos, vecinos o perfectos extraños. Esto supone un trabajo de día a día. Supone poder subir (no escalar) ese montículo de ahí enfrente sin apenas esfuerzos y percibir a cambio que hoy el día tiene más luz. Mejorar de este modo la existencia de los demás hará que algunos de estos “demás” también puedan sentir la necesidad de mejorar un poco más el mundo en una especie de mini-cadena de pequeños granos de arena que algún día puedan formar una bonita playa. Si de 500 personas con las que me cruzo a diario consigo que solo una se plantee la posibilidad de arreglar el mundo, ya seremos dos personas las que nos cruzaremos con otras 500 personas. Y si de esas surgen una o dos, ya comenzaremos a formar un grupo. De ese grupo tal vez alguna caiga en el desánimo, pero todavía quedarán personas que quieran seguir adelante y subir el famoso montículo. Y de éstas, alguna se convencerá de que puede esforzarse más y llegar a escalar el Everest.
¿Qué se puede hacer en nuestro día a día para arreglar este desaguisado? Hay muchas formas de llevarlo a cabo y de contribuir a que los demás también contribuyan a su manera. Aunque pueda sonar ñoño o a envío masivo de powerpoints sensibleros, basta con una simple sonrisa, con mostrarse amable con los demás, reprimir lo más posible un brote de mal humor, ceder el asiento en el autobús, evitar tocar el claxon en un atasco, conversar y escuchar, pensar que no siempre nuestra opción es la más válida (aunque no por eso tiene por qué ser errónea), pensar que los malos son los actos, no las personas, asistir a manifestaciones y concentraciones para defender los derechos más fundamentales del ser humano (A veces pensamos que por una persona menos no se va a notar, pero una persona, más otra y más otra pueden formar un buen grupo que llame la atención sobre las injusticias…) , no generalizar a la hora de juzgar, no prejuzgar a la ligera, no despilfarrar, reciclar, caminar más cogiendo menos el coche, no sobrepasar los límites de velocidad para no contaminar, ahorrar y disminuir el peligro de provocar un accidente (además de evitar la consabida multa)… Hay muchas formas de hacer que las personas que nos rodean estén un poco mejor y que a su vez les apetezca hacer que las que les rodean a ellas también lo estén. Hay muchas formas de arreglar el mundo y es poco o casi nulo el esfuerzo que hay que hacer. Pensar en ello es el primer nivel. A partir de ahí ir subiendo y acabar por alcanzar la cumbre más alta del mundo, son solo unos cuantos pasos más. No hay lugar para el desánimo, porque como se suele decir, solo el aleteo de una mariposa puede provocar que el mundo mejore, poco a poco, por completo.
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