Era se una vez un hombre que quería morir. Un día llegó a casa y se dijo a sí mismo que su vida no tenía sentido. Así se lo dijo a su esposa quien después de muchos años de convivencia, de conocerle, de apoyarle en todo cuanto había hecho en su vida le dijo que comprendía su decisión. No le hacía ninguna gracia pero la comprendía.
También se lo dijo a sus hijos. No todos estuvieron de acuerdo. Su hija mayor vio claramente la opción de su padre. De hecho, ella más de una vez había deseado su muerte. Creía que su padre no pintaba nada en este mundo, que debía morirse, que no hacía más que crear dolor a su alrededor, voluntariamente o no, pero un dolor muy difícil de describir y de soportar para ella. Si su padre moría no solo se haría un favor a sí mismo, sino a toda su familia.
Su hijo mediano reaccionó con estupor. No se podría creer que su padre decidiera tal barbaridad. ¿Cómo es posible que su padre, el que le dio la vida, el que le dio conocimiento y le había acompañado en su crecimiento y en su madurez quisiera tomar una decisión tan vil y tan egoísta? La vida era demasiado bella para tomársela a la ligera y quererse bajar de ella como si se tratara de bajarse de un tranvía. Sus creencias le impedían compartir una decisión de tal calibre. De hecho, en cuanto supo de la decisión de su padre decidió no volver a hablar con él.
En cuanto al menor de todos sus hijos, con sus 2 años de edad poco podía aportar. No podía opinar. Ni tan siquiera sabría que es la muerte. ¿Acaso recordaría que una vez tuvo un padre? ¿Qué opinaría en un futuro al pensar que podría haber tenido un padre como el suyo si no hubiese tomado la decisión de poner fin a su vida? ¿Sería justo para él dejarle sin un guía que le acompañase en su desarrollo como persona?
Así pues, el hombre que quería morir tomó la decisión definitiva, pero no podía hacerlo solo. No era el miedo ni la incertidumbre sobre el más allá lo que le paralizaba y le impedía ejecutar por sí mismo la decisión. Tampoco las dudas morales o filosóficas. Ni la ley que castiga el suicidio o su asistencia. Era casi toda una vida postrado en una camilla con ruedas, incapaz de ejecutar ni el más mínimo movimiento de manera autónoma, enchufado a un respirador artificial y sin poder valerse absolutamente. Su mundo era su habitación y dos veces al año la ambulancia que le llevaba al hospital para sus revisiones periódicas. Todos ellos motivos que para nada suponían, según él incentivos suficientes para permanecer en este mundo. Motivos que además no le permitían tomar medidas prácticas para abandonar la vida.
Así pues, con la ayuda de su esposa, quien temerosa por su propio futuro, por la ley, por sociedad en general, pero contenta por ver más cercano el fin del sufrimiento de la persona a la que amaba, el hombre que quería morir se puso en contacto con una clínica suiza de ayuda a asistencia al suicidio… Y toda esta historia inventada cobra realidad en la persona de Daniel James quien de forma valiente para sí o cobarde para otros tomó la decisión no solo de abandonar el mundo sino de difundirlo por televisión para dar vida al debate de quitar la vida. ¿Qué derecho tenemos de decidir nosotros mismos de nuestra propia vida? Unos dirán que ninguno, que es Dios quien debe decidir. Otros diremos que no, que el ser humano es libre hasta las últimas consecuencias ¿Acaso no existe algo llamado libre albedrío?
(Noticia visitable, entre otros, en El País o El Mundo)
1 comentario:
Bonito post Alfredo. Una misma situación contemplada desde distintos puntos de vista. La vida es así de rica, de compleja, de misteriosa. Muchas veces tendemos a ver la realidad de una manera unidimensional pero esto es solo un artificio de la inteligencia que nos ayuda a camuflar nuestra humana insignificancia.
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